Estaba Christian Pulisic listo para saltar al terreno de juego. Iba a jugar algo menos de cuarto de hora de un partido que estaba resuelto, pero su cara era seria, como si cargase con la responsabilidad de remontar el encuentro.
Su gesto cambió cuando vio que su entrenador se acercaba. Esbozó una sonrisa y cuando le habló, pasó a la carcajada. ¿Qué había pasado?
Thomas Tuchel se había percatado de que, quizá de forma inconsciente, Pulisic estaba frotándose las manos para entrar en calor. Hacía frío en Dortmund y quiso tener un detalle con su pupilo.
El entrenador alemán del Borussia le ofreció su bolsillo del abrigo, al tiempo que le decía "It's warm". Pulisic le siguió la gracia y metió su mano izquierda entre risas. Segundos más tarde saltaba al terreno de juego con otra cara.
Podría ser la anécdota de la jornada en la Bundesliga, sin duda. Pero podemos extraer una bonita lección de este episodio. Que un buen entrenador no es sólo el que acierta con los cambios, con las tácticas, con las alineaciones.
Es aquel que es capaz de hacer a un chaval de 18 años saltar al campo con una sonrisa en la cara, es capaz de hacerle olvidar por un momento las preocupaciones y los nervios.
Una anécdota que recuerda, en parte, a la que cuenta Fernando Torres de Luis Aragonés antes de la final de Viena ante Alemania. La complicidad con los jugadores es una faceta de todo entrenador que no se debe subestimar.