La pasada temporada parecía que se había tocado techo. Que las autoridades, desde la FA a los propios clubes, tomarían medidas para erradicar el racismo del fútbol inglés. Pero han pasado las semanas, ha comenzado un nuevo curso, y la vida sigue igual.
Igual de triste y descorazonadora. Porque quizá hayan desaparecido los insultos racistas de los campos, pero los futbolistas siguen padeciéndolos en su día a día. Ocurrió con Tammy Abraham, y acaba de ocurrir con Paul Pogba.
El odio de los intolerantes se ha convertido en algo aún más cobarde. Ya no se esconden entre la masa para faltar al respeto a un jugador, ahora lo hacen amparados en la falsa sensación de anonimato que da Internet.
Y eso es más difícil de controlar, y peligroso. Porque empezar a censurar y perseguir, por muy ofensivos y detestables que sean esos comentarios, sentaría un precedente muy preocupante.
Las amenazas de vetar la entrada al campo no funcionan con esa gente, que a cientos o miles de kilómetros se permite el lujo de amenazar a un futbolista por Inernet por fallar un penalti. Corregir eso es una tarea titánica, y llevará un tiempo.
En los últimos tiempos hemos visto un aumento considerable de los casos de racismo en el fútbol, en especial en Inglaterra, pero no en exclusiva.
Muy sonado fue el caso de Marvin Sordell, quien con solo 28 años decidió colgar las botas, asqueado de vivir semana tras semana episodios de racismo y 'bullying'.
El mundo del fútbol se está viendo desbordado por esta nueva oleada de racismo y odio, la cual sin duda está siendo influenciada por la corriente xenófoba que cada vez con más fuerza y descaro avanza por la Vieja Europa.