El llanto desconsolado de Iago Aspas tras derrotar casi él solo al Villarreal el día que dejaba atrás su calvario de lesiones reconcilió al aficionado con el mundo del fútbol. Una imagen sin filtros, plenamente sincera, un niño roto minutos después de haber sido el líder de un equipo a la deriva.
Eran lágrimas de felicidad y desahogo por tanta frustración acumulada con las lesiones que no le dejaban ayudar al equipo de sus amores mientras naufragaba hacia Segunda.
De un tipo que rechazó una oferta multimillonaria para haberse ido en el mercado de invierno para darlo todo y más en Balaídos.
Semanas después, otras lágrimas de verdad, aunque estas llenas de dolor. Las de un dos veces campeón de Europa, las de un tipo absolutamente comprometido con la causa amarilla.
Cazorla tuvo en sus pies haber dado un punto al Villarreal en campo del Betis. Asumió la responsabilidad de un penalti a un minuto para el final y lo falló. Así que su equipo durmió en descenso. Y a él le quedó un gran trauma por ello.
Quedó tocado sobre el césped y el viaje de vuelta se convirtió en un infierno. Hasta su entrenador, Javi Calleja, tuvo que ir a consolarlo al aeropuerto cuando se apartó del grupo para llorar en soledad.
Cazorla, el tipo que lideró al Villarreal que casi tumba al líder unos días antes. Que sacrificó su pie varias veces con tal de poder jugar de nuevo al fútbol y lo haría por la salvación del Villarreal. Que regresó a casa en verano casi de relleno para convertirse en la bandera de la salvación y el sueño de la Europa League.
Dos símbolos de cada club llorando descosidos por evitar una de las peores sensaciones que puede experimentar una afición: el descenso de categoría. Y que de paso, en un mundo de precios y sueldos cada vez más desorbitados y agentes casi comerciando con futbolistas, humanizan el fútbol, que buena falta le hace.