Entre el drama y el éxtasis hay un botón que lleva el nombre de Marco Asensio. Un demonio de Tasmania. Un chico con un don que no se trabaja ni se pule. Como los emperadores, su 'veni, vidi, vici' fue espectacular. Por inmediato, por comprimido en menos de diez minutos de fútbol. Por generar dos goles que tienen al PSG contra las cuerdas. Nació con el gen blanco.
Con el partido roto y los galos dominando, Zidane creyó que había que aclimatarse al duelo y aceptar el reina por reina. Porque, además, jugar al intercambio de golpes hizo que el Madrid ganara muchas partidas en su historia. Siempre es más fácil si se puede meter a un reactivo como él. Jugó a caballo ganador el técnico con él, que nunca se arruga en esos escenarios.
Asensio tiene la virtud de la efervesencia. Habituado a cambiar el sino de los duelos con algún obús de fuera del área, la metodología fue distinta frente al equipo de Emery. Fue un atleta de 100 metros lisos por la banda. Con un telescopio en su zurda: ahora pase a Cristiano, ahora a Marcelo.
Su capacidad de desequilibrio le lleva cargar con una gran responsabilidad que a veces hace olvidar lo joven que es y la poca experiencia que aún atesora en la élite. No se cansa de portarla. No se queja por ser revulsivo. No deja de sonreír.
Virtudes todas que le llevan a noches históricas como la de esta ida de Champions y a convertirse en uno de los ojitos derechos de la afición.
Asensio exprime el tiempo como nadie. En apenas una decena de minutos, el madridismo vivió varias vidas. Y el balear es su póliza de seguros.