Sonó el pitido final y la euforia se desbordó en las filas del Villarreal. Habían logrado una gesta histórica en el club. Era la primera vez que se lograba clasificar para una final continental, y había que celebrarlo.
Hubo de todo. Hubo lágrimas, como no podía ser de otro modo. Pero sobre todo hubo alegría. Alegría desbordada: gritos, cánticos, abrazos y otros abrazos menos cariñosos, como el placaje que se llevó Raúl Albiol mientras trataba de mantener la compostura al atender a los medios.
Hasta Samu Chukwueze, lesionado a la media hora de juego, se unió, como buenamente pudo, a los festejos. Iborra le ayudó a acercarse al epicentro de la fiesta, porque esa final que habían logrado tener derecho a disputar también era suya.