Nos hacemos mayores. Mejor dicho, ellos nos hacen mayores. Porque los que vibramos con la clase Gullit, el talento indómito de Weah o la elegancia de Kluivert ahora nos tenemos que resetear y abrir la mente para descubrir y descifrar a sus hijos.
El debut de Maxim Gullit con el filial del Az Alkmaar fue el último botón. A sus 17 años, aún como juvenil, puso su primer ladrillo en el fútbol profesional. Teniendo que soportar el doloroso peso de la comparativa, aunque con un talante ideal para ello. "No me molesta ser el hijo de", dijo el lunes tras su estreno.
Su suerte, que es defensa y no centrocampista. Pero, por si fuera poco ser hijo de un Balón de Oro, también corre por sus venas sangre de Cruyff, pues su madre es sobrina de la malograda leyenda holandesa.
Maxim se une a un grupo donde también se dejan ver hijos de ilustres. Justin Kluivert, delantero como su padre, fue de los primeros en romper el hielo, y ya está acostumbrado a vivir con ese runrún.
En Francia, por ejemplo, han comenzado a escribir sus primeras páginas otros apellidos famosos con nombres más desconocidos. Es el caso de Timothy Weah, quien no obstante tuvo que cambiar el PSG por el Celtic para no vivir a la sombra de Mbappé, Neymar y Cavani, o de Marcus Thuram, desciendente del histórico central Lilian pero con alma de goleador.
Todos ellos saben lo difícil que es ser el hijo de, aunque nunca falta el mejor ejemplo evocador para ellos: el del defensa que dejó de ser el hijo de Cesare para convertirse en Paolo Maldini.