Joaquín Caparrós tendió una lona de tranquilidad y pragmatismo sobre el incendio de Praga. Bastó poco, lo cual recordó el estajanovismo puro que siempre le caracterizó. Porque, más que varita, fue cosa de vara. El lavado de cara valió para asaltar el campo de un Espanyol que soñaba con meterse en la pomada europea.
El partido no será recordado por su estética ni por su rosario de ocasiones. De hecho, desde que Ben Yedder anotó la clara pena máxima de Mario Hermoso, no volvió a disparar más. Con solo eso le valió.
Tras diez partidos a domicilio sin triunfo y cinco derrotas consecutivas, poco más se le puede pedir a un entrenador que ya disfrutaba de la jubilación de los banquillos.
El Espanyol, cargado de hombres de peligro, apenas lo creó. Merodeó, llegó y echó de menos más magia de Wu Lei, a quien apenas un caño y remate de cabeza jalonaron su estadística.
El Sevilla, por su parte, supo levantarse del tremendo revés de Praga con un triunfo que, a expensas del choque del Getafe en Mestalla, le devuelve de lleno a la lucha por los puestos de Liga de Campeones.
De aquí a final de temporada es lo que se le exigirá a Caparrós, quien al menos sí dejó un significativo cambio en su once: se jugará de nuevo con cuatro defensas, en un dibujo más clásico.
No dio para mucho más el partido, que finalizó con la extraña expulsión de Juan Soriano y Sergi Darder. Al final del choque, el meta del Sevilla, que había suplido a Vaclík en el calentamiento, se encaró con la grada con gestos provocativos. El baler se recorrió unos cuatro metros para empujarle y, con el tiempo ya concluido, vieron la segunda amarilla.