Desesperación y desazón. La parroquia blanquivioleta está agotada de ver cómo si no es una cosa es otra, pero siempre acaba su equipo pagando los platos rotos. El empate del Celta en el último segundo ha colmado la paciencia de muchos.
Sergio sorprendió, y dejó a Masip, su guardameta de confianza, en el banquillo en Balaídos. El elegido fue Roberto, un portero más vistoso, por así decirlo, y sin el gran defecto de Masip, el juego por alto.
Porque si algo se ha criticado a Jordi Masip, prácticamente desde su primer día como blanquivioleta, es que hay partidos en los que parece que el larguero se le va a caer encima. Quizá por eso, ante el Celta, Sergio apostó por Roberto.
Más alto que su compañero (12 centímetros, nada menos), Roberto parece un portero con el que defender mejor los balones aéreos. Y, sin embargo, así llegó el gol del empate, una falta lateral botada al área y un testarazo cruzado de Murillo.
La afición clama al cielo porque el gol llegase de la forma que todos esperaban que lo hubiera encajado Masip, a balón parado. Muchos se preguntan si no hubiera ocurrido lo mismo con el otro portero, y todos coinciden: efectivamente.
Porque aunque haya quien reclama que Roberto no saliese a por ese balón, haberlo hecho hubiera sido temerario. Muy temerario. Si hubiera fallado, el gol hubiera entrado igual y, además, se habría tachado de cantada la acción.
Roberto fue conservador, y cuando vio que el balón no iba al área pequeña, reculó. Se colocó bajo palos y confió en que sus defensas evitasen el remate. Y ese fue el gran error del Valladolid.
Murillo remató con muchísima facilidad. Sin marca, sin nadie que le estorbase, cabeceó y marcó el tanto del empate en el penúltimo suspiro del partido. Revés para el Valladolid, pero sobre todo para la credibilidad de su entrenador, si es que algo le queda a estas alturas de la temporada a Sergio González.
Porque tras mirar a Masip, todos los ojos se pusieron sobre Sergio. Y sus decisiones en Balaídos fueron sometidas a escrutinio. Para empezar, los cambios. Defensivos a más no poder, la tónica habitual del catalán.
El equipo se echó para atrás en la recta final del partido, y pasó lo que siempre (o casi siempre) le pasa al Valladolid cuando hace eso: que acaba encajando.
En Balaídos quedó claro que el Valladolid tiene equipo para luchar por la permanencia, pero que a estas alturas de la temporada (a las puertas de marzo, recordemos), sigue teniendo errores propios de un equipo que no está trabajado.
O bien Sergio no es capaz de implementar sus planteamientos defensivos a la plantilla (la cual ha cambiado, pero no tanto, con respecto al curso pasado), o bien son los jugadores los que no son capaces de rendir como su entrenador pretende.
El Valladolid acabó el partido con seis jugadores de corte defensivo: tres centrales (Joaquín, Bruno y El Yamiq), un mediocentro de contención (San Emeterio) y doble lateral por banda izquierda (entró Nacho al final por Alcaraz), además del diestro.
Y con esa muralla defensiva, al Valladolid le cayó el gol del empate. Los jugadores se llevan su cuota de crítica, pero también el técnico, un Sergio González a quien el crédito se le acaba partido tras partido para todos, menos para su presidente, Ronaldo Nazário, quien ya dijo que confiaba en el entrenador hasta el final.
El planteamiento le volvió a fallar al Valladolid, y una semana más toca volver a hacer autocrítica, volver a hacer grupo, y entrenar con la mente puesta en intentar no cometer los mismos errores, una vez más, en la visita del Getafe a Zorrilla el próximo sábado.