Ni Salah, ni la ilusión de todo El Cairo congregado en el estadio, ni la superioridad sobre el papel de Egipto evitaron el campanazo en una jornada para el olvido en la tierra de los faraones. Quedaron en la cuneta, y lo peor es que lo merecieron.
La pólvora del equipo de Aguirre no sirvió ante un muro reforzado que supo moverse y reestructurarse a la perfección. Sudáfrica fue equipo y Egipto se quedó lejos de serlo, dejando su suerte en mano de los de arriba. Trezeguet estuvo desacertado, Mohsen desaparecido y Salah, solo.
Fue un ida y vuelta continuo que dejó tres avisos en la primera mitad, siendo dos de ellos sudafricanos. El Shenawy tapó con sendas intervenciones de mérito un misil a balón parado y un pase de la muerte. Lo más cerca que estuvo del gol Egipto fue mediante un tímido remate de Trezeguet.
La tónica siguió en la segunda mitad y con el paso de los minutos quedó claro que Egipto, una de las favoritas y anfitriona del torneo, era más que vulnerable. Se veía cada vez más sobrepasada y llegó un momento en el que el Estadio Internacional del Cairo soñaba con la prórroga.
Pero ante tanto asedio sudafricano, llegó un gol que convirtió el recinto que coloreaban de rojo 75.000 egipcios en una tumba. Lorch, tras una transición rapidísima y certera que pillo por sorpresa a los locales, llevó al balón al fondo de las mallas con una gran definición desde la medialuna.
El gol, a cinco minutos del final, dio paso a las prisas de un equipo que quería arreglar en segundos lo que no había luchado en 85 minutos y al arte de perder tiempo, del que dio cátedra el combinado sudafricano, que no se equivocó especulando y acabó desterrando a los faraones en su capital.