Joshua Kimmich cada día se parece más a Philipp Lahm. Hablamos de una leyenda reciente de Alemania, pero acaso el versátil jugador del Bayern no va convirtiéndose cada día más en un portento, y asimilando más el cambio del lateral derecho al mediocentro. Su trabajo siempre es de sobresaliente, aunque falto de escaparate y la suerte decisiva del gol. En el Signal Iduna Park acabó como héroe determinante, del partido y puede que de esta Bundesliga, con un recital coronado con un gol sublime.
En el Signal Iduna Park, allí donde dolía oír el silencio de la 'Südtribüne' en un 'clásico' como este, para colmo decisivo de cara a la lucha por el título, plantó bandera el equipo de Flick, que avanza como un tanque para ganar todo lo que se le ponga por delante. 17 victorias y un empate es la actual secuencia. La propia de un equipo que anda machacando a todo el que se pone por delante.
Por acoso y derribo, como ante el Eintracht, por solidez indestructible, como ocurrió en Dortmund. No fue el Bayern más brillante, pero su gran mérito fue conseguir que Haaland, Achraf, Jadon Sancho, Brandt o Hazaard fueran una sombra de sí mismos. Los eclipsó.
Con un once que ya se recita de memoria, apenas cambiando en las alas para alternar entre los Gnabry, Coman o Perisic, ni siquiera las bajas pueden mermar la maquinaria que ha arreglado Hansi Flick. Sin nombre, el técnico ha cambiado su acreditación de interino por galones en su solapa. Ha recordado a sus muchachos que son muy buenos y que lo saben hacer bien. Y así han puesto la directa hacia otro título, el que sería el octavo consecutivo.
Fue el puño de Kimmich, el jugador que mueve los hilos de los partidos, el que le dio el puñetazo casi definitivo a la competición. Cualquier día luce en la sombra. Con colocación, inteligencia, haciendo a la perfección el acordeón en la medular. En Dortmund se sumó a la lista de méritos visibles. Al filo del descanso, Gnabry le dio una bola. Rodeado de cinco defensas, sin hacerle falta mirar al portero, pues él lleva todo el fútbol en la cabeza, dibujó una vaselina deliciosa sobre Burki. El gol de este reinicio y una de las fotografías del curso del campeonato.
El tanto llegó cuando el horno del Bayern al fin había entrado en calor. El inicio del choque fue una carga de flechazos del equipo de Favre. A los 30 segundos Boateng salvó bajo palos el primer tiro de Haaland. Qué listo el técnico, sabía que las opciones de vencer pasaban por salir de inicio a jugar en campo abierto, revolverlo todo y buscar el intercambio de golpes. Con un hipotético 1-0, el partido iba a estar para ellos. Pero la falta de puntería les condenó.
El día había amanecido gris para los aurinegros, que vieron que todo les salía mal. Dos disparos de Haaland sin contactar el balón lo anunciaron. Se fue pasando el efecto gaseosa y la nube del Bayern comenzó a extenderse sobre el césped.
No esperó más allá del descanso Favre para el plan B, partir el equipo para buscar un arrebato de inspiración. Sin Brandt, tocado y desenchufado, ni Delaney; con Sancho y Emre Can de corto. No obstante, la propuesta quedó engullida por el poderío del Bayern, que salió dispuesto a sentenciar el choque y el título. Burki lo evitó.
La sensación de dominio iba cosida al reloj, aunque no sentenciaba el campeón y el Borussia, a base de esperanza y más sustituciones, se aferró al sueño. Pero no era el día. Y lo peor no fue que no llegara el tanto, sino que el tobillo de Haaland se estropeó. Su petición de cambio fue como tirar la toalla.
Todo pudo haber cambiado si entre el colegiado y el VAR no hubiera obviado un claro penalti de Boateng, que desde el suelo se valió del brazo para mandar a la esquina el último tiro de Haaland. Era un penalti clarísimo. Pero no se señaló. Tampoco el zurdazo de Lewandowski esquivó la madera. Pero no facía falta. Don Joshua Kimmich ya había firmado la factura del encuentro. Y de la Bundesliga. Porque este Bayern anda de dulce y ha despejado cualquiera esperanza de milagros para Borussia y RB Leipzig. Porque están a diez puntos de distancia, pero a años luz de su fútbol. El grito que restalló tras el pitido final, un rugido rojo, fue el de un equipo que sabía que había logrado algo grande.