Así es Dembélé, un torbellino, un purasangre, todo un ciclón. Llega, forma un taco y se va. Fugaz y ciclotímico, pica y vuela, como un ejambre avispas. Se desconecta y conecta a los partidos con facilidad pasmosa.
Dembélé vive en sus mundos. Un mundo en el que sobran goles y no hay cabida para el adorno ni el artificio. En la nube de Dembélé no hay espacio para las ideas complejas. El fútbol va de correr, pasar y meterla. En esto, se ha convertido en un maestro.
Dembélé desarboló a un buen Madrid. Fue el equipo blanco quien hiló mejor fútbol, quien tocó y tiró más, quien hizo sudar más al portero rival, a un Ter Stegen que se puso la capa. El antihéroe suele ser Dembélé, criticado por sus hábitos, su apariencia somnolienta, su supuesta falta de capacidad para encajar en el llamado 'ADN Barcelona'. Se ríe 'Dembouz' de las etiquetas.
Lo meritorio del delantero francés es imponerse a cualquier prejuicio. Y en un equipo que carece de piernas frescas, el valor de Dembélé se multiplica. Encontró un latifundio a la espalda de Carvajal y la puso para que Suárez sólo tuviera que acomodar la bota.
En el 0-2, que Varane se metió en propia puerta al intentar despejar, volvió a encontrar pista en la banda. En un Barcelona achatado en ataque, con sus estrellas bordeando o superando la treintena, Dembélé es toda una mina, un chute de juventud.
Fue sustituido en el minuto 75'. Ya había hecho su trabajo, que era meter al Barcelona en la final. Si bien es cierto que Ter Stegen sostuvo al conjunto azulgrana, sólo por la autopista de Dembélé se puede ir a la final de la Copa del Rey.
El Madrid superó el Barça en juego y remates, pero no está en la final porque Dembélé no quiso. Sin un gran Messi, con un Suárez acertado y Ter Stegen felino, Dembélé quiso los focos. La foto del Bernabéu es suya esta vez.